Penélope es un cuento de hadas con algunas actualizaciones a los tiempos modernos. El personaje principal (Christina Ricci) ostenta una nariz porcina producto de una maldición familiar ancestral y, según parece, la única forma de deshacer el hechizo es casándose con algún muchacho de alcurnia. Con tal fin, sus padres conviertin la biblioteca familiar en una especie de cámara gesell en la que la muchacha se relaciona, sin ser vista, con sus potenciales consortes. Pero al momento del cara a cara todos huyen locamente, hasta que aparece el insolente Max (James McAvoy) y algo cambia. Obviamente, no todo es lo que parece y esto promueve las peripecias de rigor hasta la redención final simultánea (aunque no recíproca).
Entre los reajustes mencionados aparecen algunos interesantes: por ejemplo, al ser descubierta por los medios de comunicación la chica no se transforma en un objeto de caza para los intolerantes o supersticiosos sino en un fenómeno de moda presa de los papparazzis.
También es sugestiva la analogía entre la forma en que conoce Penélope a Max y la manera en que muchas personas se relacionan hoy día a través de las distintas medios sociales de internet (Messenger, Facebook, etc). Aunque, como es habitual, la hipotética moraleja del film (el de aceptar/se tal cual es) es negada sobre el final ya que Penélope no sólo se transforma en una chica normal, sino en una con plata y que está bastante fuerte.
Extrínsecamente, lo bueno de la película viene al final, cuando todo es irremediablemente feliz y comienza a sonar, a modo de corolario de tal dicha, el tema Hoppipolla de Sigur Rós. Se podrá decir que como mérito es bastante modesto, pero no importa, porque el tema en cuestión representa perfectamente lo apoteótico y quizás eso explique porque a uno le surgen unas tremendas ganas de imitar a Roberto Quenedi y ponerse a cantar en un inevitable islandés de mierda.
Publicado en El Amante/Cine, nro. 207
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